Quienes trabajan en seguridad saben que la ocurrencia de un incidente es multicausal. Esa multicausalidad tiene muchas fuentes, que pueden ser técnicas, de proceso, de tecnología, de condición física, de barreras de prevención y -un punto que debe considerarse especialmente- el comportamiento humano, dentro de lo cual gravita de manera significativa la actuación del liderazgo.
De acuerdo a la Pirámide de Heinrich, por cada 300 accidentes leves sin consecuencias hay un accidente grave o mortal. La pregunta es cómo podemos hacer para registrar esta base de la pirámide con precisión y a tiempo, para tener indicadores preventivos que nos permitan desactivar esta posibilidad de ocurrencia de un accidente más grave o fatal.
¿Qué es lo que hace que muchas veces no nos demos cuenta de que esos accidentes leves existen o, peor aún, a sabiendas de que existen, por qué razón no conseguimos registrarlos? “Podríamos responder que los sistemas de información no nos permiten registrarlos de manera sistemática, pero hay también algo más profundo: ¿hasta dónde las personas que trabajan en la planta se sienten habilitadas o, valga la paradoja, lo suficientemente seguras como para poder informar sobre algo que no está funcionando como debería, algo que generó o podría generar un incidente, para poder de ese modo hacer ese registro de manera preventiva?”, advierte Gonzalo Rossi, CEO de Whalecom, consultora líder en América Latina, con más de 20 años de experiencia en consultoría estratégica de recursos humanos, cambio organizacional y desarrollo de talento.
Gestión y liderazgo
“Cuando hablamos de cambio, ese cambio siempre tiene una dimensión cultural. Entonces, por encima de los procedimientos, de la automatización, de la tecnología, hay un componente que hace a la reducción drástica y a la prevención de accidentes más graves, y es todo lo relacionado con el comportamiento. Trabajar sobre ese punto requiere gestión y mucho liderazgo”, explica Víctor Meliton, consultor de Whalecom.
El modelo que propone Amy Edmodson, de Harvard, quien publicó un libro muy interesante que se llama The Fearless Organization, plantea el valor de generar contextos de seguridad psicológica, que termina resumiendo en cuatro grandes campos:
1. Ganas de ayudar y equipo: el grado en que los miembros del equipo están dispuestos a ayudarse. Su nivel de cohesión. ¿Se llega al grado en el cual la vulnerabilidad y el “no sé cómo hacerlo” sean bien recibidos porque el foco de ese equipo es que todos volvamos seguros a casa?
2. Inclusión y diversidad: la apertura permite apalancar la diversidad de ideas y romper el “nosotros vs. ellos”. Es importante, por otra parte, que todos puedan decir que no están de acuerdo con algo, o que creen que en este contexto hay una manera de hacer más segura una tarea aunque eso viole la norma.
3. Aprender del error: cuál es la actitud ante el error. La importancia del feedback oportuno (pedir y dar) para la mejora continua. Dejar de buscar culpables para empezar a buscar soluciones.
4. Conversación abierta: la capacidad de poner los temas sobre la mesa de una manera segura para evitar el peligroso silencio. El peor enemigo de la seguridad es el silencio organizacional, que habla de bajos niveles de seguridad psicológica, que dice que hay cosas sobre las cuales no se puede disentir, que las propuestas que se validan son solo las que vienen de arriba.
Esto último forma parte de lo que nos encontramos a veces en las empresas, donde hay mucho conocimiento residente que no termina siendo capturado porque la dinámica conversacional, la dinámica de gestión y el estilo de liderazgo desde el cual se ejecuta esa gestión no dan lugar a que los cambios sean más poderosos.
Está claro que, cuando hablamos del desafío que representa lograr una mejora en seguridad, es necesario generar un contexto que no depende solo de la gente de seguridad, sino que involucra a toda la organización.