
El presidente del directorio no es solo quien modera reuniones o sigue una agenda. Es, en realidad, el alma del órgano de gobierno. Quien marca el ritmo, cuida el tono y asegura que el directorio funcione como un verdadero equipo estratégico: enfocado, confiable y profundamente conectado con el propósito de la organización.
Y es que su rol va mucho más allá de lo técnico. Se trata de lograr que el directorio no solo supervise o aconseje, sino que lo haga con impacto real, con cohesión y con una mirada que trascienda lo inmediato. Uno de sus mayores desafíos —y también una de sus mayores oportunidades— es convertir al directorio en un equipo de alto rendimiento. ¿Cómo? Creando un espacio donde reine la confianza, donde cada voz cuente y donde cuestionar no sea una amenaza, sino una muestra de compromiso.
Porque cuando no hay seguridad psicológica, las ideas se guardan, las discusiones se vuelven superficiales y las decisiones pierden fuerza. En cambio, cuando el ambiente es sano y estimulante, el potencial colectivo se multiplica.
Además, el presidente debe ser quien, junto al CEO, impulse una agenda que mire hacia adelante. No se trata de revisar lo urgente, sino de enfocarse en lo verdaderamente importante: el modelo de negocio, los riesgos que acechan, la sostenibilidad, la cultura organizacional, la sucesión… temas que definen el rumbo, no solo el día a día.
También es el guardián de una cultura de conversación abierta, rigurosa y respetuosa. No basta con que todos hablen: hay que asegurarse de que se escuchen, de que las diferencias se gestionen con madurez y de que las decisiones se tomen por sus méritos, no por jerarquías o simpatías.
En momentos de cambio profundo, de transición generacional o de redefinición del legado, el presidente se convierte en una figura aún más clave. Es quien sostiene el hilo conductor entre pasado, presente y futuro. Quien recuerda por qué hacemos lo que hacemos.
Y no, no es un supervisor del gerente general. Es su aliado estratégico. Su compañero de ruta. Alguien que lo apoya, lo desafía cuando es necesario, y lo ayuda a navegar las complejidades del entorno, especialmente cuando se entrelazan propiedad, gobierno y gestión.
Además, el presidente tiene una tarea silenciosa pero vital: cuidar las relaciones. Dentro del directorio y con los demás actores del gobierno corporativo. Anticipar tensiones, construir puentes, actuar con imparcialidad… todo eso marca la diferencia entre un equipo que fluye y uno que se traba.
En la práctica, los desafíos son muchos y bastante comunes: falta de alineación, dificultad para mantener el foco estratégico, conflictos latentes, resistencia al cambio… Para enfrentarlos, no hay atajos. Hay que invertir tiempo en conocer a cada director, entender qué los mueve, qué los frena, y construir una dinámica de trabajo que invite a colaborar, no a competir.
También ayuda mucho tener reglas claras, espacios de formación continua y momentos para salir del día a día y pensar en grande. Las buenas prácticas internacionales lo confirman: un plan de trabajo anual, sesiones estratégicas fuera del entorno habitual, y una comunicación fluida con los stakeholders son claves para un gobierno corporativo que realmente agregue valor.
En resumen, el presidente del directorio no lidera solo reuniones. Lidera personas, conversaciones y decisiones que moldean el futuro de la organización. Su capacidad para inspirar confianza, conectar visiones y movilizar voluntades es lo que transforma a un grupo de personas en un verdadero equipo de liderazgo colectivo.